13/12/08

A LOS PIES DEL MAESTRO - J. KRISHNAMURTI

A LOS QUE LLAMAN


Conducidme desde lo ilusorio a lo Real.
Conducidme de las tinieblas a la Luz.
Conducidme de la muerte a la Inmortalidad.

PRÓLOGO


Estas palabras no son mías: son del Maestro que me enseñó. Sin Él no hubiera podido hacer nada, pero con Su ayuda he puesto los pies en el Sendero. Vosotros también deseáis penetrar en este Sendero; y así, las mismas palabras que Él me dijo os ayudarán si queréis obedecerlas. No basta decir que estas palabras son bellas y verdaderas; quien desee lograr éxito debe hacer exactamente lo que ellas entrañan. Mirar la co­mida y decir que es sabrosa no satisfaría a un hambriento: ha de comerla. Así pues, no basta escuchar al Maestro: debéis practicar lo que Él aconseja, atendiendo a cada palabra y fijándoos en cada insinuación. Si no advertís una indica­ción, si no atendéis a una palabra, queda perdi­da para siempre, porque Él no las repite.

En este Sendero se requieren cuatro cualida­des:
DISCERNIMIENTO
CARENCIA DE DESEOS
BUENA CONDUCTA
AMOR

Trataré de explicaros lo que el Maestro me dijo acerca de cada una de ellas.


A LOS PIES DEL MAESTRO
I

La primera cualidad es el DISCERNIMIENTO. Se denomina así, generalmente, a la facultad de distinguir entre lo real y lo ilusorio, y la cual guía a los hombres para entrar en el Sendero. Pero también es mucho más que esto, y debe practicarse no tan sólo en los comienzos del Sendero, sino en cada una de sus etapas, diaria­mente, hasta el fin.
Vosotros entráis en el Sendero porque habéis aprendido que tan sólo en él pueden encontrar­se las cosas dignas de ser alcanzadas. Los que no saben esto trabajan para adquirir riqueza y poder, pero esto dura a lo más una vida tan sólo y, por lo tanto, no es real. Hay bienes ma­yores, reales y perdurables, cuando los hayáis alcanzado, ya no desearéis jamás aquellos otros.
En el mundo hay dos clases de seres: los sa­bios y los ignorantes. Esta sabiduría es la que nos interesa. La religión que un hombre profe­se, la raza a que pertenezca, importan poco; lo realmente importante es que los hombres co­nozcan el plan Divino. Porque el plan de Dios es la evolución. Una vez que el hombre realmente lo reconoce, no puede sino identificarse con sus designios y trabajar de acuerdo con él, porque es tan glorioso como bello. Así, conociéndolo, permanece al lado de Dios, firme para el bien y resistente contra el mal, trabajando para la evolución y no por egoísmo.
Si está al lado de Dios, está unido a nosotros, y no importa lo mínimo que se llame hindú o buddhista, cristiano o mahometano, ni que sea indio o inglés, chino o ruso. Los que están al lado de Dios saben por qué están aquí y cuál es su misión, y procuran cumplirla; los demás no saben todavía lo que han de hacer, y así obran a menudo erróneamente e intentan trazarse vías que imaginan placenteras sin comprender que todos somos uno y que, por lo tanto, tan sólo lo que el Uno quiere puede ser verdaderamente agradable para todos. Ellos van en pos de lo irreal, en vez de lo real. Hasta que aprendan a distinguir entre los dos, no se colocarán al lado de Dios, y, para aprenderlo, discernimiento es el primer paso.
Pero, aun después de efectuada la elección, debéis recordar que hay muchas variedades de lo real y lo irreal, y por lo tanto debemos dis­cernir también entre lo justo y lo injusto, lo esencial y lo accesorio, lo útil y lo inútil, lo verdadero y lo falso, lo egoísta y lo altruista.
Aquellos que, deseosos de seguir al Maestro, han resuelto servir a lo justo a toda costa, no hallan dificultad en la elección entre lo justo y lo injusto. Pero el cuerpo es distinto del hom­bre, y la voluntad del hombre no siempre coin­cide con el deseo del cuerpo. Cuando vuestro cuerpo desee algo, deteneos a pensar si vosotros realmente lo deseáis. Porque vosotros sois Dios, y queréis únicamente lo que Dios quiere; así, debéis buscar profundamente en vosotros mis­mos para hallar el Dios interno y escuchar Su voz, que es vuestra voz. No confundáis con vos­otros mismos ni vuestro cuerpo físico, ni vues­tro cuerpo astral, ni vuestro cuerpo mental, porque cada uno de ellos pretenderá ser el Yo, a fin de obtener lo que desea. Debéis conocerlos todos y reconoceros por su dueño.
Cuando se ha de hacer un trabajo, el cuerpo físico quiere descansar, pasear, comer y beber; y el ignorante se dice a sí mismo: "Yo quiero hacer estas cosas y debo hacerlas." Pero el sa­bio dice: "Lo que en mí desea no soy yo, y pue­de esperar." A menudo, cuando se presenta alguna oportunidad para ayudar a alguien, el cuerpo incita a pensar: "¡Qué molestia me cau­sa esto! Dejemos que otro lo haga." Pero el hombre le replica a su cuerpo: "Tú no me es­torbarás para practicar el bien."
El cuerpo es nuestro animal, el caballo en que cabalgamos. Por lo tanto, debéis tratarlo y cui­darlo bien; no debéis fatigarlo; debéis alimen­tarlo tan sólo con comidas y bebidas puras, y llevarlo escrupulosamente limpio de la más leve mancha. Porque sin un cuerpo perfectamen­te limpio y sano no podríais llevar a cabo el arduo trabajo de preparación, ni podríais sopor­tar el esfuerzo incesante. Pero vosotros debéis gobernar constantemente al cuerpo, nunca el cuerpo a vosotros.
El cuerpo astral tiene sus deseos a docenas; él os inclina a la cólera, a la injuria, a la envi­dia, a la avaricia, a codiciar los bienes ajenos, a sumiros en la depresión. El cuerpo astral quie­re todas estas cosas y muchas más, no porque desee perjudicaros, sino porque le gustan las vibraciones intensas, así como el cambio cons­tante de ellas. Mas vosotros no necesitáis estas cosas, y por esto debéis saber distinguir entre vuestros deseos y los de vuestro cuerpo.
Nuestro cuerpo mental desea pensar orgullosamente que es algo separado de lo demás; pen­sar dándose mucho valor a sí mismo y poco a los otros. Aun cuando lo hayáis apartado de las cosas mundanas, persiste en especular sobre sí mismo, en incitaros a pensar en vuestros pro­pios progresos, en vez de pensar en la labor de los Maestros y en ayudar a los demás. Cuando meditéis, tratará de haceros pensar en las di­ferentes cosas que él desea, en vez de pensar en lo que vosotros queréis. Vosotros no sois esta mente, sino que ella está a vuestro servicio, y así también en este caso es necesario el discer­nimiento. Debéis vigilar constantemente, so pe­na de fracaso.
El Ocultismo no tiene compromiso entre lo justo y lo injusto. Debéis hacer a toda costa lo justo; debéis dejar de hacer lo injusto, sin importaros lo que el ignorante piense o diga. Debéis estudiar profundamente las leyes ocul­tas de la Naturaleza, y cuando las conozcáis, ordenad vuestra vida de acuerdo con ella, em­pleando siempre la razón y el sentido común.
Debéis saber distinguir lo importante de lo secundario. Firmes como una roca cuando de lo justo y de lo injusto se trate, dad siempre la razón a los demás en cosas de poca importan­cia. Porque debéis ser siempre amables y cari­ñosos, razonables y condescendientes; habéis de conceder siempre a los demás la misma liber­tad que necesitáis para vosotros mismos.
Tratad de ver lo que es más meritorio que hagáis, y recordad que no debéis juzgar las co­sas por su aparente grandeza. Es mucho más meritorio hacer una cosa mínima pero útil a la labor del Maestro, que otra de mayor apariencia de las que el mundo llama buenas.
Debéis distinguir no tan sólo entre lo útil y lo inútil, sino entre lo más útil y lo menos útil. Alimentar a un pobre es bueno, útil y noble; pero alimentar su alma es todavía más noble y más útil que alimentar su cuerpo. Cualquier rico puede alimentar el cuerpo de un necesitado, pero tan sólo los sabios pueden alimentar su alma. Si sois sabios, vuestro deber es ayudar a otros en el logro de la sabiduría.
No obstante, por sabios que seáis, tenéis mu­cho que aprender en este Sendero, y por esto también en él es preciso el discernimiento. De­béis pensar cuidadosamente lo que es mejor que aprendáis. Todo conocimiento es útil, y llegará un día en que lo alcancéis; pero mientras tan sólo poseáis una parte, cuidad de que ésa sea la más útil.
Dios es tanto Sabiduría como Amor, y cuanta más sabiduría alcancéis, mejor podréis mani­festar a Dios. Estudiad, pues; mas, en primer lu­gar, estudiad lo que os ayude a ayudar a los otros. Estudiad pacientemente, no porque los hombres os llamen sabios, ni aun por tener la dicha de serlo, sino porque tan sólo el sabio puede ayudar sabiamente. Por mucho que de­seéis ayudar, si sois ignorantes, podréis hacer más mal que bien.
Debéis saber distinguir lo falso de lo verda­dero; debéis aprender a ser verídicos en todas las circunstancias, en pensamiento, en palabra y en obra.
Primero en pensamiento; y esto no es fácil, porque en el mundo hay muchos pensamientos falsos, muchas supersticiones tontas, y nadie que esté esclavizado por ellas puede progresar. así pues, no debéis sostener una idea precisa­mente porque otros la sostienen, ni porque se haya creído en ella durante siglos, ni porque esté escrita en algún libro que los hombres tengan por sagrado. Debéis pensar acerca de aquel asunto por vosotros mismos, y juzgar si es razonable. Recordad que la opinión de un mi­llar de hombres acerca de algún asunto que des­conozcan no tiene ningún valor. Los que pien­san hollar el Sendero deben aprender a pensar por sí mismos, porque la superstición es uno de los mayores males del mundo, una de las liga­duras de que totalmente debéis desembarazaros.
En lo tocante a los demás, vuestros pensa­mientos deben ser verídicos; no debéis pensar acerca de nadie lo que no sepáis. No supongáis que los demás están siempre pensando en vosotros.
Si un hombre hace algo que parezca perjudi­caros, o dice algo que creáis que se refiere a vosotros, no penséis entonces: "Quiere ofender­me." Probablemente ni siquiera piensa en vosotros, porque cada alma tiene sus propias tribu­laciones y pensamientos, que flotan principal­mente alrededor de ella. Si un hombre os habla colérico, no penséis: "Me odia, trata de herir­me." Quizá otra persona o alguna otra cosa lo han contrariado, y porque tropieza eventual­mente con vosotros, descarga su cólera en vos­otros. Él obra imprudentemente, porque toda clase de cólera es prueba de insensatez; pero vosotros no os debéis formar de él un juicio equivocado.
Cuando seáis discípulos del Maestro, podréis poner siempre a tono la pureza de vuestros pen­samientos comparándolos con los Suyos. Porque el discípulo es uno con su Maestro, y debe pro­curar fundir su pensamiento con el Suyo y ver si coinciden. Si no están a tono, su pensamiento no es recto, y debe variarlo inmediatamente, porque los pensamientos del Maestro son per­fectos, puesto que Él lo sabe todo. Los que to­davía no han sido aceptados por Él, no pueden hacerlo del todo; pero pueden ayudarse mucho deteniéndose a pensar a menudo: "¿Qué pen­saría el Maestro en estas circunstancias?" "¿Qué haría o qué diría el Maestro acerca de esto?" Porque no debéis nunca hacer, decir o pensar lo que no podáis imaginar al Maestro haciéndo­lo, diciéndolo o pensándolo.

Aun al relatar habéis de ser verídicos, exactos y sin exageración.
Nunca atribuyáis intenciones a otro; tan sólo su Maestro conoce sus pensamientos, y él puede estar obrando por razones de que no tenéis idea. Si oís que dicen algo en contra de alguna per­sona, no lo repitáis; podría no ser verdad, y aun cuando lo fuese, es caritativo callar. Pensad bien antes de hablar, no sea que incurráis en inexactitudes.
Sed verídicos en la acción; jamás pretendáis ser otro del que sois, porque toda pretensión sirve de impedimento a la pura luz de verdad que debe brillar a través de vosotros como la luz del sol brilla a través de un diáfano cristal.
Debéis distinguir entre el egoísmo y el desin­terés; porque el egoísmo se presenta bajo mu­chas formas, y cuando creáis que al fin lo habéis destruido en algunos de sus aspectos, surge en otro tan fuerte como siempre. Pero gradualmen­te os irá animando tan por completo el pensa­miento de ayudar a los demás, que no habrá lu­gar ni tiempo para pensar en vosotros mismos.
También debéis distinguir en otro sentido. Aprended a reconocer a Dios en todos los seres y en todas las cosas, prescindiendo del mal que puedan presentar en la superficie. Podéis ayu­dar a vuestros hermanos por medio de lo que te­néis de común con ellos, esto es, la Vida Divina. Aprended a despertarla y a vivificarla en ellos, así los salvaréis de lo falso.


II

Hay muchos individuos para quienes la cuali­dad "CARENCIA DE DESEOS" es verdaderamente di­fícil, porque sienten que sus deseos son ellos mis­mos, y que si desechan sus deseos peculiares, sus gustos y disgustos, dejará de existir su yo. Pero esto les sucede tan sólo a quienes no han visto al Maestro. A la luz de su Santa Presencia se extinguen todos los deseos, menos el de igua­larse a Él. Sin embargo, antes que gocéis, de la felicidad de encontraros frente a frente con Él, podréis alcanzar, si queréis, la "Carencia de deseos".
El Discernimiento os ha mostrado ya que las cosas que los hombres más desean, como la ri­queza y el poder, no tienen valor alguno. Cuando esto no se dice tan sólo, sino que se siente en ver­dad, cesa todo deseo de ellos.
Así pues, todo eso es sencillo; sólo se requiere que lo comprendáis. Pero hay algunos que cesan de perseguir los bienes terrenales, con el fin de ganar el cielo o alcanzar la liberación personal del renacimiento; no debéis caer en este error. Si habéis olvidado al yo, no podéis pensar en la hora en que este yo sea libre o qué clase de cielo tendrá. Recordad que todo deseo egoísta ata, por elevado que sea su objeto, y en tanto no os ha­yáis librado de él no estaréis enteramente pre­parados para dedicaros a la labor del Maestro.
Cuando desaparezcan todos los deseos que se refieren al yo, todavía puede existir el deseo de ver los resultados de vuestra obra. Si ayudáis a alguien, querréis ver en cuánto lo habéis ayuda­do; aun tal vez queréis que aquel a quien habéis ayudado, también lo vea y os lo agradezca. Esto es todavía deseo, y, además, falta de confianza.
Cuando hacéis todo el esfuerzo que podéis pa­ra ayudar, debe dar un resultado, tanto si po­déis verlo como si no; si reconocéis la manera de obrar de la Ley, sabéis que esto es así. Por esto debéis obrar rectamente por amor a lo recto, no con esperanza de recompensa; debéis trabajar por amor al trabajo, no por la esperanza de ver el resultado; debéis entregaros al servicio del mundo, porque lo amáis y no podéis dejar de en­tregaros a él.
No deseéis poderes psíquicos; ya vendrán cuando el Maestro comprenda que debéis tener­los. Además, es esforzarse en adquirirlos trae consigo, muy a menudo, gran perturbación; fre­cuentemente, a su poseedor le descarrían los fa­laces espíritus de la naturaleza, o se envanece y cree que él no puede caer en error; y el tiempo y el esfuerzo que emplea para alcanzar estos po­deres podría emplearlos, de cualquier otro modo, en trabajar para los demás. Los poderes vendrán en el curso del desarrollo; deben venir; y si el Maestro ve que es útil que los tengáis antes, os enseñará a desarrollarlos sin peligro. Hasta en­tonces, estaréis mejor sin ellos.
Además, debéis precaveros de ciertos peque­ños deseos que son comunes en la vida diaria. No deséis jamás brillar o parecer superior en nin­gún sentido; no habléis mucho. Es mejor hablar poco; es mejor todavía callar, hasta que estéis seguros de que lo que vais a decir es VERDADERO, BUENO y PUEDE AYUDAR A OTROS. Antes de hablar, pensad cuidadosamente si lo que vais a decir posee estas tres cualidades; si no es así, no lo digáis.
Lo mejor es acostumbrarse desde el primer momento a pensar cuidadosamente antes de ha­blar, porque cuando alcancéis la Iniciación de­béis fijaros en cada palabra, no sea que digáis lo que no debe decirse. Mucha habladuría vulgar es insensata y vana; cuando es chismosa, es ma­ligna. Así, acostumbraos a escuchar, mejor que a hablar, no expongáis opiniones, a menos que os las pidan directamente. En resumen; las cua­lidades son: saber oír, querer y callar; y la últi­ma es la más ardua de todas.
Otro común deseo que debéis reprimir severa­mente es el de inmiscuiros en los asuntos de los demás. Lo que otro haga o diga o crea, no es co­sa vuestra, y debéis aprender a dejarlo comple­tamente solo. Él tiene perfecto derecho al pen­samiento, palabra y acción libres, mientras no se meta con otro. Así como vosotros reclamáis la libertad de hacer lo más conveniente, debéis con­cederle la misma libertad, y cuando la usufruc­túa no tenéis ningún derecho a ocuparos de él.
Si pensáis que obra equivocadamente, y podéis hallar oportunidad de decirle privadamente y con la mayor delicadeza vuestra opinión, es posi­ble que lo convenzáis; pero hay muchos casos en que, aun de esta manera, la intervención sería impropia. Nunca debéis hablar a una tercera per­sona acerca del asunto, porque ésta es una ac­ción muy baja.
Si veis un caso de crueldad contra un niño o un animal, vuestro deber es defenderlos. Si está­is encargado de instruir a otra persona, es vues­tro deber reprender afectuosamente sus faltas. Excepto en semejantes casos, ocupaos de vues­tros propios asuntos y ejercitad la virtud del silencio.


III

Las seis reglas de conducta que particular­mente se requieren, las da el Maestro en este orden:
1ª Dominio de la mente.
2ª Dominio de la acción.
3ª Tolerancia.
4ª Alegría.
5ª Aspiración única.
6ª Confianza.
Sé que algunas de estas cualidades se han de­nominado diferentemente, pero yo hago uso de los nombres que el Maestro mismo les daba al explicármelas.

1ª Dominio de la mente. — La cualidad "Ca­rencia de deseos" nos demuestra que debemos dominar el cuerpo astral; esta otra significa lo mismo con relación al cuerpo mental. Ello impli­ca dominio del temperamento, de suerte que no podáis sentir cólera o impaciencia; dominio de la mente, de modo que podáis sosegar y tran­quilizar el pensamiento y, por medio de la men­te, dominio del sistema nervioso, a fin de que se excite lo menos posible.
Esto último es difícil, porque cuando os pre­paráis para entrar en el Sendero, no podéis evi­tar que vuestro cuerpo se haga más sensitivo, y así los nervios son perturbados por cualquier choque o sonido, y sienten agudamente cualquier presión; mas debéis hacer lo posible por evitarlo.
Mente tranquila significa también valor para arrastrar sin temor las pruebas y dificultades del Sendero; significa además firmeza para con­siderar serenamente cuanto os acontezca en la vida cotidiana, y evitar el incesante tedio e in­quietud que dimanen de ciertos pormenores de la vida, en los que muchos malgastan la mayor parte del tiempo. El Maestro enseña que a un hombre no le debe importar lo más mínimo cuan­to provenga del exterior: tristezas, disgustos, en­fermedades, pérdidas; todo esto nada debe sig­nificar para él, ni ha de permitir que perturbe la calma de su mente. Estas cosas son resultado de pasadas acciones, y cuando sobrevengan, de­béis soportarlas con calma, recordando que todo mal es transitorio, y que vuestro deber es permanecer siempre contentos y serenos. Aque­llo pertenece a vuestras vidas anteriores, no a ésta; no podéis alterarlo, y, así es inútil preocu­paros por ello. Pensad, mejor, lo que hacéis aho­ra, lo cual determinará los acontecimientos de vuestra próxima vida, pues esto podéis modi­ficarlo.
No cedáis jamás a la tristeza ni a la depresión.
La depresión es un mal, porque contamina a otros y torna sus vidas más penosas, a lo cual no tenéis derecho alguno. Por esta razón, si alguna vez os acometen, desechadlas para siempre.
Aun en otro sentido debéis dominar vuestro pensamiento; no le permitáis errar a la ventura. Fijad la atención en lo que estéis haciendo, sea lo que fuere, para que lo hagáis con toda la per­fección posible; no acostumbréis vuestra mente a la vagancia; antes bien conservad buenos pen­samientos siempre en su fondo, dispuestos a surgir en el momento en que ella esté libre.
Emplead todos los días el poder de vuestro pensamiento en buenos propósitos; convertíos en un poder que trabaje de acuerdo con la evolu­ción. Pensad cada día en alguno de quien sepáis que está triste, que sufre o que necesita ayuda, y enviadle pensamientos de amor.
Apartad vuestra mente del orgullo, porque el orgullo es hijo de la ignorancia. El ignorante cree ser grande, cree que ha hecho esta o aque­lla gran cosa; el sabio sabe que tan sólo Dios es grande y que sólo Él es el hacedor de todas las cosas buenas y perfectas.

2a Dominio de la acción. — Si vuestra men­te es tal como debe ser, se perturbará muy poco con vuestra acción. Recordad que para ayudar a la Humanidad, el pensamiento debe conver­tirse en acción.
En esta labor no caben tibiezas, sino una cons­tante actividad. Pero debéis cumplir vuestro propio deber, no el de los demás, a no ser con su permiso y con el fin de ayudarlos. Dejad que ca­da cual cumpla su propio deber, a su modo pe­culiar; estad siempre dispuestos a ofrecer vues­tro apoyo cuando sea necesario, pero nunca os entrometáis. Porque, para algunas personas, la cosa más difícil del mundo es aprender a cum­plir sus propios deberes, y precisamente esto es lo que vosotros debéis hacer.
Aunque tratéis de realizar una labor más ele­vada, no por ello debéis olvidar vuestros deberes ordinarios, pues hasta que éstos no queden satis­fechos, no estaréis en libertad para prestar otros servicios. No os comprometáis a nuevos deberes mundanos; mas debéis cumplir perfectamente aquellos de que estéis encargados, esto es, todos aquellos deberes que reconozcáis como eviden­tes y razonables, no deberes imaginarios que otros traten de imponeros. Si queréis servirles a Ellos, debéis cumplir vuestros deberes ordina­rios mejor y no peor que los demás; porque ha­ciendo esto también Les servís.

3ª Tolerancia.—Debéis sentir perfecta to­lerancia hacia todos y un sincero interés por las creencias de los que profesan otras religiones, tanto como por la que profesáis. Porque la religión de los otros es un sendero que conduce a lo más elevado, lo mismo que la vuestra. Para ayudar a todos, debéis comprenderlos.
Mas, para alcanzar esta perfecta tolerancia, debéis libraros antes del fanatismo y de la superstición. Debéis saber que no hay ceremonias necesarias; de otro modo es consideraríais algo mejores que los que no las practican. Sin em­bargo, no debéis vituperar a los que aun las ne­cesitan. Dejadles hacer su voluntad; pero ellos no deben meterse con vosotros, que sabéis la ver­dad, ni deben tratar de imponeros aquello que habéis trascendido. Sed indulgentes y bondado­sos en todo.
Ahora que vuestros ojos están abiertos, quizás os parezcan absurdas algunas de vuestras anti­guas creencias y ceremonias; tal vez lo sean en realidad. Pero, aunque ya no toméis parte en ellas, respetadlas por consideración a aquellas buenas almas para quienes todavía tienen impor­tancia. Ellas tienen su lugar y su utilidad, como la falsilla le sirve a un niño para escribir dere­cho, hasta que aprende a escribir mejor y con mayor igualdad sin ella. Hubo un tiempo en que las necesitasteis, pero ya pasó aquel tiempo.
Un gran instructor dijo: "Cuando yo era niño, hablaba, comprendía y pensaba como niño; pero ya hombre, di de lado las niñerías."
Quien haya olvidado su infancia y perdido la simpatía por los niños no puede enseñarles ni ayudarles. Así, sed bondadosos, amables, tole­rantes con todos los hombres sin distinción, sean buddhistas o indos, jainas o judíos, cristianos o musulmanes.

4ª Alegría.—Debéis sobrellevar alegremen­te vuestro karma, cualquiera que sea, aceptando como un honor que el sufrimiento caiga sobre vosotros, porque esto demuestra que los Señores del Karma os consideran dignos de ayuda. Por muy penoso que resulte, agradeced que no sea peor. Recordad que podréis servir muy poco pa­ra la labor del Maestro, mientras vuestro mal karma no se extinga y quedéis libres. Al ofrece­ros a Él, habéis pedido que se acelerase vuestro karma, y así, en una o dos vidas haréis lo que de otro modo hubierais debido hacer en cientos. Pero a fin de obtener el mejor resultado, debéis sobre­llevarlo alegremente.
Todavía hay otro aspecto. Debéis desechar to­da idea de posesión. El Karma puede arrebataros las cosas que más queráis y hasta a las per­sonas que más améis. Aun entonces debéis per­manecer alegres, dispuestos a separaros de todo. A menudo el Maestro necesita verter Su fuerza sobre otros por medio de Su discípulo e incondi­cional servidor; y si éste cayese en la depresión no podría Él realizarlo. Así, la alegría debe ser vuestra norma.

5ª Aspiración única.—El objetivo que de­béis tener a la vista es realizar la obra del Maestro. No debéis jamás olvidarla, cualesquiera que sean las ocupaciones que os salgan al paso, y ninguna otra labor puede interponerse en vuestro camino, porque toda la que sea fecunda y desin­teresada es labor del Maestro, y debéis ejecutar­la por amor a Él. Además, debéis poner toda vuestra atención en cada parte de la misma, pa­ra que la hagáis lo más perfecta posible. El mis­mo Instructor dijo también: "Sea lo que fuere que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres. Pensad cómo eje­cutaríais una obra si supieseis que el Maestro ha de venir a verla; así debéis realizar toda labor." Los más conscientes sabrán mejor lo que este versículo significa. Y hay otro semejante y mu­cho más antiguo: "Esfuérzate tanto como puedas en cumplir cualquier cosa que se te presente."
Aspiración única significa también que nada deberá jamás desviaros, ni siquiera por un momento, del sendero en que habéis entrado. Ni tentaciones, ni placeres terrenales, ni mundanos afectos deberán nunca apartaros de él. Porque vosotros mismos debéis identificaros con el Sen­dero, el cual ha de formar parte de vuestra natulareza, de tal modo que lo sigáis sin necesidad de pensar en él ni en la posibilidad de abando­narlo. Vosotros, la Mónada, lo habéis decidido; desprenderos de él equivaldría a desprenderos de vosotros mismos.

6ª Confianza.—Debéis confiar en vuestro Maestro; debéis confiar en vosotros mismos. Si ya habéis visto al Maestro, confiaréis del todo en Él a través de vidas y muertes. Si aún no Lo habéis visto, debéis tratar de imaginároslo y confiar en Él, porque si no lo hiciéreis, no podrá Él ayudaros. Sin completa confianza no puede establecerse la perfecta corriente de amor y de
poder.
Debéis tener confianza en vosotros mismos. ¿Decís que os conocéis bien a vosotros mismos? Si tal creéis, no os conocéis; tan sólo conocéis la débil corteza externa que con frecuencia cae en el cieno. Vosotros, vuestro Yo real, es una chispa del propio Fuego Divino; y como Dios, que es omnipotente, está en vosotros, nada hay que no podáis hacer si queréis. Decíos: "Lo que hizo un hombre, otro hombre puede hacerlo. Yo soy un ser humano, más aún, soy Dios en el hombre: puedo y quiero hacerlo." Porque vuestra volun­tad debe ser cual acero templado, si queréis ha­llar el Sendero.


IV

El Amor es la cualidad más importante, por­que cuando es bastante fuerte en un hombre, lo estimula a revestirse de todas las demás, que sin ella nunca serían suficientes. Suele definirse el amor como un intenso deseo de unión con Dios y de liberación de la rueda de nacimientos y muertes. Pero este concepto del amor suena a egoísta e implica sólo una parte de su significa­do. El amor es más que deseo; es voluntad, reso­lución, determinación. Para producir este resul­tado, la resolución debe llenar vuestra natura­leza entera, hasta el punto de no dejar lugar para ningún otro sentimiento. Es, sin duda, la volun­tad de ser uno con Dios, no para escapar del su­frimiento y de la fatiga, sino a fin de que, en ra­zón de vuestro amor profundo hacia Él, podáis obrar con Él y como Él obra... Pues siendo Dios Amor, si queréis llegar a ser uno con Él, debéis también estar poseídos de amor y perfecto al­truismo.
En la vida diaria, esto significa dos cosas: pri­mera, que procuréis cuidadosamente no causar daño a ningún ser viviente; segunda, que siem­pre estéis alerta por si se presenta la oportunidad de ayudar.

Primero, no dañar. Hay tres pecados que causan en el mundo mayores males que todos los demás: maledicencia, crueldad y superstición, porque son pecados contra el amor. Si el hombre quiere henchir su corazón de amor divino, ha de vigilarlos y combatirlos constantemente.
Veamos los efectos de la maledicencia: Prin­cipia con el mal pensamiento, y esto en sí mismo es ya un crimen. Porque en todas las personas y en todas las cosas existe el bien y el mal. A cualquiera de éstos podemos prestarle fuerza, pensando en él, y por este medio ayudar o estor­bar la evolución; podemos hacer la voluntad del Logos o trabajar en contra de ella.
Si pensáis mal de otro, cometéis tres iniquida­des a un tiempo:

1a Llenáis el ambiente que os rodea de malos pensamientos en vez de buenos, y así aumentáis las tristezas del mundo.
2a Si en el ser en quien pensáis existe el mal que le atribuís, lo vigorizáis y alimentáis; y así, hacéis peor a vuestro hermano en vez de hacerlo mejor. Pero, si generalmente el mal no existe en él y tan sólo lo habéis imaginado, entonces vuestro maligno pensamiento tienta a vuestro hermano y lo induce a obrar mal, porque, si no es todavía perfecto, podéis convertirlo en aque­llo que de él habéis pensado.
3a Nutrís vuestra propia mente de malos en vez de buenos pensamientos, y así impedís vuestro propio desarrollo y os hacéis, a los ojos de quienes pueden ver, un objeto feo y repulsivo, en vez de bello y amable.

No contento con hacerse todo este daño y ha­cerlo a su víctima, el maldiciente procura con to­das sus fuerzas que los demás participen de su crimen. Les expone con vehemencia su chisme, con la esperanza de que lo crean, y entonces los convencidos cooperan con él, enviando malos pensamientos al pobre paciente. Y esto continúa día tras día, y no lo hace sólo una persona, sino miles. ¿Veis ahora cuán bajo, cuán terrible es este pecado? Procurad evitarlo en absoluto. No habléis jamás mal de nadie; negaos a escuchar a quien os hable mal de otro, y decidle, afectuo­samente: "Tal vez eso no sea verdad, y, aunque lo fuese, es mejor no hablar de ello".
En cuanto a la crueldad, ésta es de dos clases: intencionada y sin intención.

La crueldad intencionada consiste en causar, de propósito, dolor a otros seres vivientes, y éste es el pecado más grave de todos: obra de diablo más bien que de hombre. Diréis que ningún hom­bre puede hacer una cosa semejante; pero preci­samente los hombres la han hecho muy a menu­do y aún la están haciendo cada día. Los inquisi­dores la practicaron, y también muchas gentes religiosas en nombre de su religión; los vivisectores, así como habitualmente algunos maestros de escuela. Todas estas personas tratan de ex­cusar su brutalidad con la costumbre; pero un crimen no deja de serlo porque muchos hombres lo cometan. Karma no tiene en cuenta las cos­tumbres; y el karma de la crueldad es el más terrible. En la India, al menos, no puede haber excusa para tales costumbres, porque todos co­nocen el deber de no acusar mal a nadie. El des­tino de los crueles cae también sobre aquellos que se dedican intencionadamente a matar a las criaturas de Dios, y llaman a esto deporte.
Ya sé que tales cosas no las efectuáis vosotros, y por amor de Dios hablaréis claramente contra ellas cuando la oportunidad se os presente. Pero también hay crueldad en las palabras como en los actos, y una persona que diga una palabra con intención de herir a otra es culpable de este crimen. Esto tampoco lo haréis vosotros; pero algunas veces una palabra dicha al descuido ha­ce tanto daño como una maliciosa. Así pues, de­béis estar siempre en guardia contra la crueldad no intencionada.
En general, ello procede de la irreflexión. Hay hombres tan poseídos de la ambición y de la ava­ricia, que ni siquiera se dan cuenta del sufri­miento que causan a los demás pagándoles poco, o haciendo pasar hambre a su mujer e hijos Otros, pensando tan sólo en su codicia, se preocupan poco de los cuerpos y de las almas, a quie­nes arruinan por satisfacerla. Para librarse de unos cuantos minutos de molestia, un hombre deja de pagar a sus obreros el día que les corres­ponde, sin acordarse de las dificultades que este hecho les reporta. ¡Tanto sufrimiento se causa por descuido, por olvidar cómo una acción ha de afectar a los demás!... Pero Karma nunca olvida, y no tiene en cuenta que los hombres ol­viden los hechos.
Si deseáis entrar en el Sendero, debéis pensar en las consecuencias de vuestros actos, para que no seáis culpables de crueldad irreflexiva.
La superstición es otro mal tremendo, que ha causado grandes y terribles crueldades. Las per­sonas esclavas de ella menosprecian a las que saben más, y tratan de obligarlas a hacer lo que ellas hacen.
Pensad en la horrorosa matanza debida a la superstición de sacrificar a los animales y al todavía más terrible prejuicio de que el hombre necesita alimentarse de carnes. Pensad en el trato a que la superstición ha dado motivo con respecto a las clases oprimidas en nuestra amada India, y ved cómo esta mala tendencia puede engendrar una despiadada inconsideración, aun entre los que conocen el deber de fraternidad.
Los hombres han cometido muchos crímenes en nombre del Dios de Amor, movidos por la pesadilla de la superstición; cuidad mucho de que no quede en vosotros ni el más leve vestigio de ella.
Debéis evitar estos tres grandes delitos, por­que son fatales a todo progreso, por ser pecados contra el amor. Pero no tan sólo estáis obligados a refrenaros de este modo ante el mal, sino que habéis de ser activos para el bien. El intenso de­seo de servir ha de llegar al máximo, hasta el punto de estar siempre a la mira para aplicarlo alrededor de vosotros no tan sólo a las personas, sino a los animales y a las plantas. Debéis pres­tar vuestro servicio hasta en las pequeñas cosas de la vida diaria, de modo que, acostumbrándoos a ello, no podáis substraeros, cuando se presente la oportunidad de hacer cosas de mayor impor­tancia. Pues si deseáis llegar a ser uno con Dios, que no sea para vuestro propio beneficio, sino para convertiros en canal por donde fluya Su amor para alcanzar a vuestros semejantes.
El que está en el Sendero no vive para sí mis­mo, sino para los demás; se olvida de él para po­der servirlos. Es a manera de pluma en manos de Dios, por la que fluye Su pensamiento y tiene expresión aquí abajo, lo que no podría suceder sin ella. Es a manera de un canal de fuego vi­viente que derrama sobre el mundo el Divino Amor que llena su corazón.
La sabiduría que os capacita para ayudar, la voluntad que dirige la sabiduría, el amor que inspira la voluntad, éstas son vuestras cualidades.

Voluntad, Sabiduría y Amor son los tres as­pectos del Logos; y vosotros, que deseáis alistaros para servirlo, debéis, hacer gala de ellos en el mundo.

Quien la palabra del Maestro anhele,
De Sus mandatos póngase en escucha
Entre el fragor de la terrena lucha,
Y la escondida Luz atento cele.

Sobre el inquieto y mundanal gentío,
Del Maestro atisbe la señal más leve,
Y oiga el susurro que Su voz eleve
Del mundo entre el rugiente griterío.

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